Amor en xat, amor a distancia... Esa forma de amar que trasciende la carne y se ancla en lo invisible, en lo etéreo. Es, quizás, la manifestación más pura y brutal del afecto humano: un lazo que no necesita de la cercanía, sino que florece en la ausencia. Cuando te enamoras de alguien que habita a miles de kilómetros, lo corpóreo se disuelve, y es el alma —no el cuerpo— la que se convierte en presencia. Aprendes a leer el silencio entre palabras, a descifrar emociones en pausas, a comprender que una frase puede contener un universo de heridas. Me atrevería a decir que es entonces cuando aparece el amor verdadero, no ese dictado por el instinto, sino el que emerge de la voluntad y la fe. Porque aun sin tocar, sin ver, sin compartir el mismo aire, esa persona remota logra provocar en ti sensaciones que nadie cercano ha logrado despertar. Y es ahí donde reside el dolor más sublime: desear el contacto, anhelar el abrazo, y saber que no lo tendrás. Es una herida constante, bella y cruel: amar intensamente desde el abismo. Hablarán durante horas, compartirán fragmentos de eternidad, y sin embargo, siempre quedará un vacío, un silencio que no se puede llenar con palabras. Sus encuentros no se parecerán a los de las parejas comunes, esas que salen de casa y regresan con anécdotas simples. Tú, en cambio, te vestirás para una llamada, transformarás la pantalla en altar, y soñarás con el instante en que por fin la veas y el tiempo se detenga. Imaginarás su perfume, su tacto, su respiración... y ahorrarás no solo dinero, sino esperanza. Construirás futuros sobre cimientos invisibles. Pero si un día todo eso termina, no quedará ni el consuelo de la memoria física. No habrá recuerdos de besos, ni de una mano apretada entre la tuya. Y dolerá, dolerá en un lugar que no sabías que existía. Porque mientras algunos consideran el caminar juntos algo trivial, para quienes aman en la distancia, ese gesto simple se convierte en la utopía más inalcanzable, en la materialización del milagro.